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Hace unos días comencé a ir a un tianguis que se instala los domingos. Para llegar a este lugar, había que pasar por una larga calle llamada San Alejandro, que poco conocía.
Antes, cuando pasaba por ahí, me parecía interesante que la iglesia de la Santa Muerte estuviera tan cerca de la iglesia de los Santos de los Últimos Días, y que está, a su vez, estuviera cerca de la iglesia Bautista. En ese momento no le daba el significado que ahora le atribuyó.
De regreso a casa, la música de la iglesia Bautista resonaba con guitarras eléctricas y panderos. Me parecía fascinante. La gente bailaba con una vehemencia que solo la fe puede inspirar. Al pasar cerca de la entrada, nos invitaron a entrar y nos ofrecieron un par de chocolates. Agradecí, pero continué cargando las bolsas del mandado.
A unos trescientos metros estaba la iglesia de los Santos de los Últimos Días. Aunque no salían a ofrecer nada, sé que son personas que apoyan a la comunidad. He visto a misioneros ayudar a enfermos, organizar hogares y brindar amor con la dedicación que Cristo profesó y que ellos se encargan de atesorar.
Cuando era adolescente y estudiaba la Biblia por mi insaciable necesidad de comprender las religiones, me gustaba entablar debates acalorados con ellos. En ese tiempo, mi prima acababa de unirse a su iglesia, y algunos misioneros visitaban su casa. Yo, ferviente y curiosa, les hacía preguntas incómodas sobre su fe. Aunque era confrontativa, ellos respondían con amabilidad, y, al terminar los debates, se dedicaban a mejorar la casa de mi tía. Así que, aunque los mormones no me ofrecieron dulces ese día, sabía que podría contar con ellos en caso de necesitarlo.
Luego pasé por la iglesia de la Santa Muerte. Una mujer elegante y amable, vestida con un traje negro de gasa, se me acercó y me ofreció dos naranjas. Después de recibirlas, me dijo que, si quería hacer una oración o pedir algo, podía pasar al templo sin compromiso. Me habló de la fama de la Santa Muerte, que concede lo que se le pide. Sonreí, recordando haber escuchado esa historia muchas veces. Mientras pelaba la naranja, imaginaba cómo sería la interacción entre estas tres iglesias que coexistían en la misma calle.
Casi al llegar a la iglesia Católica, me ofrecieron un café de olla con aroma a canela. Me hablaron de la bondad de Jesús y me invitaron a entrar para hacer una oración. Nuevamente agradecí y seguí mi camino. Más adelante, una iglesia cristiana me dio una pequeña bolsa de dulces y una propuesta que me dejó reflexionando:
Una señora me comentó que, sin importar mis creencias, podía unirme a un chat de oración con aproximadamente treinta mil personas. Solo tenía que ingresar con un enlace, enviar un mensaje con mi problema, y todos se comprometían a detener lo que estuvieran haciendo para orar por mí, sin conocerme, sin juzgarme y sin importar si tenía o no la razón.
Casi llegando a casa, aún se escuchaban cantos con tintes navideños. Recordé que la Navidad es una amalgama multicultural de creencias, muchas de ellas religiosas. Desde la estrella que simboliza la llegada de Cristo, el árbol de Yule de tradición nórdica, el Sol Invictus romano, hasta la Trinidad egipcia de Horus, Osiris e Isis, que luego fue sincretizada en Jesús, María y José. Incluso, el viejo Noel, adoptado formalmente por Coca-Cola, forma parte de estas tradiciones.
En la calle detrás de mi casa, hay una diversidad religiosa que convive con respeto y devoción, logrando ejemplificar el respeto mutuo entre credos. Estas comunidades se ven a sí mismas como colegas con un propósito común: mantener la fe, salvar el espíritu, y alcanzar la paz.
La Navidad, entonces, es una serie de tradiciones que coinciden en esperanza, prosperidad y bondad. Cada cultura que contribuyó entendió este tiempo como una oportunidad para dejar atrás los sinsabores y recibir un nuevo comienzo, coincidiendo en dar y recibir.
Extrapolando esto a la vida, entiendo que todos somos humanos y hermanos. Deseamos paz, abundancia y buena voluntad para cada uno de nosotros. Espero que podamos alcanzar nuestras metas y que la bondad navideña de la unión se extienda más allá. Pasar por esa calle un domingo por la mañana me hizo participar en un espectáculo involuntario que abrió ante mí el camino del respeto religioso.
Paz en la tierra y prosperidad para los hombres de buena voluntad.
English translation:
A few days ago, I started going to a street market that sets up every Sunday. To get there, I had to walk down a long street called San Alejandro, which I barely knew.
Before, when I passed by, I found it interesting that the Church of Santa Muerte was so close to the Church of the Latter-Day Saints, which, in turn, was near a Baptist church. At the time, I didn’t give it the significance I do now.
On my way back home, the music from the Baptist church echoed with electric guitars and tambourines. It fascinated me. People danced with a fervor only faith can inspire. As I passed near the entrance, they invited us in and offered chocolates. I thanked them but continued carrying my shopping bags.
About three hundred meters ahead was the Church of the Latter-Day Saints. Although they didn’t come out to offer anything, I know they are people who support the community. I’ve seen missionaries helping the sick, organizing homes, and offering love with the dedication that Christ taught and they now uphold.
When I was a teenager and studied the Bible out of my insatiable need to understand religions, I loved engaging in heated debates with them. At that time, my cousin had just joined their church, and some missionaries visited her home. I, curious and eager to learn, asked them challenging questions about their faith. Though I was confrontational, they always responded kindly and, after our debates, would help out around my aunt’s home. So, even though the Mormons didn’t offer me sweets that day, I knew I could count on them if needed.
Next, I passed by the Church of Santa Muerte. A graceful woman dressed in a black gauzy outfit approached me and offered two oranges. After accepting them, she said I could enter the temple to pray or ask for something without obligation. She spoke of Santa Muerte’s reputation for granting requests. I smiled, having heard this story many times before.
While peeling the orange, I imagined how these three churches interacted, coexisting on the same street.
Near the Catholic church, I was offered a warm cup of cinnamon-scented coffee. They spoke to me about Jesus’ kindness and invited me in to pray. Once again, I thanked them and continued my way, only to be approached by a Christian church that gave me a small bag of sweets and a unique proposal.
A woman told me that, regardless of my beliefs, I could join a prayer chat with about thirty thousand people. All I had to do was click a link, send a message with my problem, and everyone would stop what they were doing to pray for me. No judgment, no questions — just entrusting my soul to Christ.
Nearly home, I could still hear their songs, now taking on a Christmas tone. I was reminded of how Christmas is a multicultural blend of beliefs, many of them religious. From the star symbolizing Christ’s birth to the Nordic Yule tree, the Roman Sol Invictus, and the Egyptian Trinity of Horus, Osiris, and Isis — later syncretized into Jesus, Mary, and Joseph — it’s a mix of traditions. Even Old Saint Nick, adopted by Coca-Cola, has a place in this tapestry.
On the street behind my home, religious diversity coexists respectfully, with mutual devotion, exemplifying harmony among faiths. These communities see themselves as colleagues working toward a shared goal: keeping faith alive, saving souls, and fostering peace.
Christmas, then, is a series of traditions that converge on hope, prosperity, and goodwill. Each contributing culture saw this time as an opportunity for new beginnings, leaving behind hardships and embracing generosity.
Applying this to life, I understand that we are all human, brothers and sisters, seeking peace, abundance, and goodwill. I hope we can achieve our goals and that the Christmas spirit of unity extends far beyond the season.
Passing through that street on a Sunday morning gave me an unintended glimpse into the path of religious respect.
Peace on earth and goodwill to all.
Sara Batalla nació en la ciudad de México en 1989, y sus primeras historias surgieron del insomnio que padecía. Después de estar cerca de la muerte y posteriormente ganar un concurso de novela, decide que quería dedicarse a escribir y vivir de ello.
Sara Batalla was born in Mexico City in 1989, and her first stories arose from the insomnia she suffered. After coming close to death and subsequently winning a novel contest, she decided that she wanted to dedicate herself to writing and make a living from it.
Este artículo es presentado por El Vuelo Informativo, una asociación entre Alcon Media, LLC y Tumbleweird, SPC.
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