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Dependemos de la luz. De cualquier tipo de luz, ya sea de fotones, de buenos recuerdos, del estudio esclarecedor que nos saca de la ignorancia, de una buena noticia esperada o de los rayos del sol en la mañana que susurran que hoy es un nuevo día.

Hay luces más intensas, perdurables, que funcionan como la lámpara de mano por excelencia cuando nos quedamos a oscuras, esas cosas que aún no han ocurrido pero que están cerca y son visibles porque hemos trabajado mucho en ellas, esas cosas que ya son casi palpables.

Cuando pienso en la gestación de lo que ahora es el mundo que pisamos, pienso en la estrella de Kepler, una supernova que lleva su nombre y que estuvo visible por varios meses en el año 1604 para que todos pudieran contemplarla, dejando en evidencia para Kepler que el universo no era estático, sino que se sometía a constantes cambios. Algo que nos acercó a conocer el universo que contemplamos con mayor información hoy, además de hacer posible la inversión necesaria para ampliar los estudios astronómicos de ese tiempo.

Quiero imaginar, aunque sea vagamente, la impresión de los afanados astrónomos al ver el cielo repleto de la luz de la supernova tipo I que viajaba desde 13,000 años luz de distancia. Es una pena que el primer libro sobre su estudio se haya publicado póstumo y que el mismo Kepler no entienda la magnitud de lo mucho que dejó.

Pero para que las masas gregarias de humanos acepten las nuevas ideas, tienen que verlas con la misma obviedad que tenía esta supernova, y hasta que no es tan visible, uno tiene que luchar para que ese pedacito de futuro no se apague.

El arte de mantener vivo un sueño se parece mucho al baile trémulo de un equilibrista de circo. También tenemos el ejemplo de la llama de los hindúes, que pretenden mantener encendida para que nada apague la fe.

He leído rituales y hechizos que permiten que la vela de la fe no se apague, pues si lo hace sería una maldición que condena al fracaso. Así que me imagino a los hindúes haciendo exóticos bailes, bellísimos con la vela, pretendiendo que aquello en lo que han puesto su fe se cumpla. Luego me imagino a mí, haciendo el mismo ritual para que la novela que estoy escribiendo ahora llegue a buen puerto.

Aunque ya tengo unos años viviendo de mi pluma, no es fácil ni fluido, sino que sigo sorteando de soslayo los retos que supone vivir de la literatura en este siglo.

Siento el vértigo de quien ya no está iniciando, sino de quien ha avanzado el camino, demasiado tarde para cambiar de idea, demasiado temprano para saber si lo vas a lograr. La tensión recorre mi cuerpo con el constante repiqueteo de la duda y la búsqueda de manos que se extiendan para dar esa oportunidad de que mis historias se conviertan en suyas, para que mi tintero pueda agotar su tinta imprimiendo eso que era una historia concebida en el seno de mi intimidad y que ahora pasa a ser de todo aquel que quiera leerla.

Y aunque he recibido tanta ayuda que no puedo más que estar agradecida, el tiempo carcome, pues al día siguiente, y al siguiente del siguiente, aparecen las cuentas, la necesidad de comer, de sanar, de dormir, y todo eso que nos trae este jueguito occidental, es decir, pagar por estar vivo. Así que dejo el tintero y la pluma y vuelvo al mundo capitalista, a la carrera por la supervivencia, equilibrando mis horas para que el hecho de hacer dinero no afecte mi pluma.

Pero este mundo no es amigo de lo nuevo; yo misma no lo soy. Repaso los clásicos una y otra vez, escucho óperas de hace más de doscientos años, estudio a los egipcios y recuerdo a los científicos y profetas que en vida vivieron la amargura del rechazo para que póstumamente se les diera el crédito.

Entonces me pregunto, ¿qué es lo que necesita un ser humano para aceptar conocer una idea nueva?

El vértigo de presentar algo nuevo se siente en las entrañas, pero recuerdo a Kepler y a los hindúes con su vela y pienso que cada una de las historias que tengo por escribir son velas cuya llama no debe apagarse, y es mi deber protegerlas de la lluvia, del viento y de mí misma, es decir, de los feroces pensamientos que me acechan de cuando en cuando.

Me han dicho tantas veces que no, que ya se me hizo un callo en la ilusión, que resiste el fracaso de una forma casi deportiva. Me pregunto si alguien tímido y con miedo al rechazo hubiera tenido un infarto en mi lugar, pero no me canso, porque me niego a entregar la dirección de mi vida a cualquier otra cosa, pues cuando así lo he hecho, he sido infeliz, y no hay comodidad o estabilidad que valga la pena.

Voy entonces haciendo la danza de la llama, para que no se apague, para que las historias en las que trabajo puedan ver la luz. Para darlas a conocer, página por página, hasta el final, llevando a quienes las leen a sumergirse en el mismo mundo en el que yo estoy sumergida.

Cuando alguien me ha preguntado cómo es que resisto, creo que la vida es difícil con o sin poder de elección vital, pero es mejor cuando se tiene.

Tenga o no sentido la vida que vives, van a aparecer amenazas, retos, sinsabores y amargura, pero cuando se tiene una supernova que estudiar o una vela que cuidar, todo lo anterior queda en segundo plano.

Esa es la luz de la que yo dependo. ¿De cuál dependes tú?



English translation:

We depend on light — any kind of light — whether it’s photons, fond memories, the enlightening study that pulls us out of ignorance, a long-awaited piece of good news, or the rays of the morning sun whispering that today is a new day.

There are more intense, enduring lights that act as the ultimate handheld lamp when we’re in the dark — those things that haven’t happened yet but are close at hand, visible because we’ve worked hard on them, those things that are almost within reach.

When I think about the formation of the world we now walk on, I think of Kepler's star, a supernova that bears his name and was visible for several months in 1604 for all to see, revealing to Kepler that the universe wasn’t static but subject to constant change. This brought us closer to understanding the universe we observe with more information today, and it also made possible the necessary investment to expand the astronomical studies of that time.

I want to imagine, even vaguely, the impression of the diligent astronomers seeing the sky filled with the light of the Type I supernova traveling from 13,000 light-years away. It’s a shame that the first book on its study was published posthumously, and that Kepler himself didn’t grasp the magnitude of what he had left behind.

But for the gregarious masses of humans to accept new ideas, they need to see them with the same obviousness as this supernova; and until it’s that visible, one must fight to keep that little piece of the future from fading. The art of keeping a dream alive is much like the trembling dance of a circus tightrope walker. 

There is also the example of the Hindu flame, which they strive to keep burning so that nothing extinguishes their faith. I’ve read about rituals and spells to keep the flame of faith from going out; for if it does, it would be a curse that condemned them to failure. So, I imagine the Hindus performing exotic, beautiful dances with the candle, hoping that what they’ve put their faith in comes true. Then, I imagine myself doing the same ritual so that the novel I’m writing now reaches a successful conclusion.

Even though I’ve been living off my pen for a few years now, it’s neither easy nor smooth sailing. I must keep skirting around the challenges of living off literature in this century.

I feel the vertigo of someone who is no longer starting out but has advanced on the path — too late to change direction, too early to know if I’ll succeed. The tension runs through my body with the constant drumming of doubt, and the search for hands reaching out to give that opportunity for my stories to become theirs, so that my inkwell can run dry by printing what was once a story conceived in the intimacy of my mind and now belongs to anyone who wishes to read it.

And though I’ve received so much help that I can only be grateful, time gnaws at me — thoughts of the next day and the next after that, the bills, the need to eat, to heal, to sleep, and all that this Western game brings — paying to be alive. So, I set aside the inkwell and the pen and return to the capitalist world, to the race for survival, balancing my hours so that making money doesn’t affect my writing.

But this world is not a friend to the new; I’m not even a friend to the new. I revisit the classics over and over again, listen to operas from over two hundred years ago, study the Egyptians, and remember the scientists and prophets who lived the bitterness of rejection in life, only to receive credit posthumously.

Then I ask myself, What does it take for a human being to accept a new idea?

The vertigo of presenting something new is felt deep in the gut, but I remember Kepler’s star and the Hindus with their candle, and I think that each of the stories I have yet to write are candles whose flames must not be extinguished, and it’s my duty to protect them from the rain, the wind, and from myself — that is, from the fierce thoughts that occasionally assail me.

I’ve been told ‘no’ so many times that a callus has formed on my dreams, resisting failure in a nearly sporting manner. I wonder if someone timid and afraid of rejection would have had a heart attack in my place. But I don’t tire, because I refuse to hand over control of my life to anything else; for when I have done so in the past, I’ve been unhappy, and no comfort or stability is worth that.

So, I go on performing the dance of the flame, so that it doesn’t go out, so that the stories I’m working on can see the light. I go on bringing them to life, page by page, until the end, leading those who read them to immerse themselves in the same world in which I’m submerged.

When people ask me how I endure, I say that I think life is difficult with or without the power of vital choice, but it’s better when you have it.

Whether or not the life you live makes sense, threats, challenges, bitterness, and sorrow will appear; but when you have a supernova to study or a candle to care for, all of the above takes a back seat.

That’s the light I depend on. What light do you depend on?


Sara Batalla nació en la ciudad de México en 1989, y sus primeras historias surgieron del insomnio que padecía. Después de estar cerca de la muerte y posteriormente ganar un concurso de novela, decide que quería dedicarse a escribir y vivir de ello.

Sara Batalla was born in Mexico City in 1989, and her first stories arose from the insomnia she suffered. After coming close to death and subsequently winning a novel contest, she decided that she wanted to dedicate herself to writing and make a living from it.


Este artículo es presentado por El Vuelo Informativo, una asociación entre Alcon Media, LLC y Tumbleweird, SPC.

This article is brought to you by El Vuelo Informativo, a partnership between Alcon Media, LLC and Tumbleweird, SPC.