Existen ventanas que demuestran cosas bellas ya sea en los paisajes, vistas a la playa o algún parque donde los niños juegan y son felices. Algunas de las ventanas son grandes, cuadradas, redondas, de cristales amplios y limpios que pareciesen no estar ahí; otros son empolvados o empañados por el frio y el olvido. Hay ventanas rotas por aves que pierden su rumbo, por piedras que fueron arrojadas por algún incauto. Se dice que en los ojos hay ventanas que asoman hacia el alma, y que se puede ver todo desde allí.

Cuantos paisajes tan misteriosos nos hemos perdido por ignorar los ojos de algún extraño? Qué mares cálidos o tormentosos los ojos de alguna juventud? Que épocas las que han grabado los lagrimales o percudidos ojos de algún abuelo? Ojos de un marrón como bosques, o un color miel como los desiertos al mediodía. No me había puesto a pensar que unos ojos negros, tanto o más de la noche, nos pueden mostrar el universo entero y no sólo la superficie del cielo que creemos lograr alcanzar.

Son los ojos de la ventana ignorados porque creen que son un órgano más y que solo sirven para ver, pero no para vernos a nosotros mismos. Triste. Si hablaran, la gente se rompería como un cristal; se evitarían muchas guerras. Se cuentan historias de soldados que en medio de una batalla han salvado la vida de su enemigo después de tener contacto visual, y es que cuando se muestran entre sí en un tiro de miradas, el caos que hay a su alrededor pasa a un segundo plano. Se ven iguales, borrando por completo el sentimiento de odio; se ven iguales — dudando, cansados, y asustados. Un segundo es suficiente para entenderse y la tenerse compasión, que actúa desde el alma, y entra en diálogo. Los corazones laten al mismo ritmo, dando lugar a la hermandad de la especie, algo que va más allá de la empatía.

La historia de Quitlicuilt nos relata sobre un niño maya de la región de Chiapas que salió una mañana a buscar un poco de xocolate (cacao) para llevar a sus amigos en la aldea. El jaguar guardián de la selva y poderoso guerrero se encontró con el pequeño Quitlicuilt en medio de dos enormes ceibas. La paz de dos seres sin una gota de malicia causó algo maravilloso aquel día: el pequeño al darse cuenta que el dios jaguar lo observaba y recordando las historias de los viejos se le dio solo por parase erguido, mirarle fijamente a esos ojos verdes, tan verdes como todo a su alrededor. Quitlicuilt sintió tranquilidad, dejó el temor a un lado y, en minutos que parecieron horas, el gran felino cedió, caminó a paso lento hacia el niño, y pareciese que este le sonreía. Quitlicuilt regresó a pasó acelerado a su aldea cantando y sonriendo, apresurado, para contarle a su madre lo que había sucedido: “He conocido al dios jaguar. No era un jaguar común. Lo supe desde el instante en que me miró directamente a los ojos.”


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