Photo by Tomáš Malík

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Apenas amanece. Rocas que antaño fueron lava albergan plantas y moho en la parte superior y reciben los pálidos rayos de sol. Estoy en el sur de la Ciudad de México, donde hace más de dos mil años el volcán Xitle hizo erupción. Se dice que los cuicuilcas vivían aquí antes de esa época y que abandonaron el lugar tras la erupción. Me imagino cómo debió haber sido ser lava: primero, hirviendo, a la espera de algo que insufle los ánimos del volcán y luego, un estallido férreo, estruendoso, que despierta los instintos de supervivencia de los más vivos; los demás perecen tan pronto como la lava va invadiendo y los despoja de cualquier posibilidad de movimiento.

La lava es un fluido caprichoso. Una vez que logra tener el peso suficiente para avanzar hacia donde la gravedad la lleve, sórdidamente se apodera de cualesquiera fragmentos de otras historias y los deja prisioneros en su interior. Ahí permanecen, entonces, los árboles y las hormigas, algunas personas, conejos, tal vez un mapa o una carta con un secreto, gente que peleaba, gente a punto de cerrar una alianza, un árbol que deseaba ver el sol más de cerca, un tlacuache con una fruta en las manos, una casa recién construida, un centro ceremonial. Todo aquello queda sin estado sólido para convertirse en un fluido, magma, que avanza y avanza, acrecentando su fuerza.

Disfruto jugar en mi mente con los diferentes estados de la materia, y cuando escucho a personas que quieren que las cosas “fluyan”, me imagino al Xitle, demostrando cómo hacer fluir algo con ferocidad y eficacia. He tenido el infortunio de que nada dentro de mi vida fluya sin aspavientos, sin mácula, sin dificultad. Lo que consigo es un desinterés característico de cuando cualquier cosa no representa un reto. Yo prefiero la diversión. Me doy cuenta, entonces, de que el equilibrio del todo permite que haya materia en todos los estados: que fluya, pero también que sea sólida, que esté dispersa como un gas.

Somos caprichosos al pedir que sea difícil pero no demasiado, que represente un reto al cual, al terminarlo, podamos sentirnos orgullosos; que no sean asuntos que nos hundan en una pesadumbre de la que no podamos salir, como las tragedias. Pienso en los estados sólidos como si fueran problemas: cuando las cosas no pueden fluir, me imagino la forma más simple de los estados sólidos, que es el hielo, que ante el calor termina rindiéndose y vuelve a su estado líquido. Cuando alguien actúa conforme a las normas sociales, generamos empatía y, con ello, la calidez de la convivencia humana suele deshacer barreras que parecían impenetrables.

Observamos entonces una serie de formas de conducta con las que hemos estado de acuerdo, que llamamos morales o éticas y que, cuando las seguimos, generamos la energía suficiente para que muchos de los problemas existentes se disuelvan. Estas normas de conducta han sido abordadas, inspeccionadas y redefinidas por filósofos y pensadores, quienes debaten lo que es correcto hacer según el problema, la duda o el reto que enfrentamos. Muchos de estos temas son tan complejos que resultan ininteligibles a primera vista, pero si uno se esmera, encuentra secretos para el buen vivir, como en los Diálogos de Platón. Otros son simplemente hermosos, como El camino a la felicidad, de L. Ronald Hubbard, que contiene preceptos concretos.

Cuando uno finalmente logra desbaratar un problema, la sensación es bellísima: una victoria silenciosa que te hace sonreír de vez en cuando, que te otorga un título tácito de vencedor de aquello que otrora te quitó el sueño y que parecía a punto de derrotarte. Es por eso que, cuando concluimos una tarea ardua pero salimos victoriosos, entendemos el tesoro escondido al final de los problemas. Y así vamos coleccionando pequeñas victorias que nos recuerdan la capacidad que hemos demostrado a lo largo del tiempo: problemas que antes eran sólidos y que ahora fluyen en el cauce del río que es nuestra vida.

Yendo un poco más lejos, pienso en la procrastinación como un estado de dispersión, es decir, gaseoso. A veces, no hay problemas visibles que enfrentar, así que andamos haciendo sin hacer, caminando sin llegar a ningún lado, decidiendo algo y a los pocos minutos cambiando de opinión, sintiendo afecto por alguien y al poco rato odiando desmesuradamente, abrazando nuevas metas para luego abandonarlas porque quizá no eran suficientes o no eran lo que teníamos en mente. Pienso en la dispersión como una neblina que te impide ver lo alto de la montaña. Aun así, sabes que está allí, y quieres llegar, pero no sabes hacia dónde.

Admiro a los antiguos navegantes porque se guiaban por las estrellas, fijando un punto de estabilidad tan alto que era imposible perderlo de vista en mar abierto. Sabían hacia dónde avanzar sin importar cuánta furia del mar debían soportar. Cuando me siento dispersa, me pregunto si mi meta es tan grande como para guiarme pase lo que pase, y entonces replanteo mi firmamento para no desviar el curso.

En estos meses, aprendí a reconocer lo que tiene que fluir como la energía de un motor, y, por otro lado, a respetar lo que no puedo controlar: qué cosas están en estado gaseoso, dispersas, y qué puede permanecer como una sólida barrera, para así poder ser un buen jugador en el juego de la vida. Creo que la vida tiene intrínseca la magia de la diversidad: desde una buena comida, una buena película, una faena satisfactoria de trabajo, unas vacaciones bien aprovechadas, una aventura que contar; lo tiene todo, como la comida mexicana, que al quitarle un ingrediente rompe la magia de sabores que está por transportarte. Así, luego de estudiar, pensar y recibir ayuda, he concluido que quiero mi vida con todo.


English translation:

It’s barely dawn. Rocks that were once lava now host plants and moss on their surface, basking in the pale rays of the sun. I’m in the south of Mexico City, where more than two thousand years ago the Xitle volcano erupted. It’s said that the Cuicuilcas lived here before that time and that they left after the eruption. I imagine what it must have been like to be lava: first, boiling, waiting for something to stir the volcano’s spirit; and then, an iron, thunderous eruption that awakens the survival instincts of the living, others perishing as the lava invades, stripping them of any chance of escape.

Lava is a capricious fluid. Once it accumulates enough weight to flow wherever gravity takes it, it seizes whatever remnants of other histories it encounters and holds them captive within itself. There, trees and ants, some people, rabbits, perhaps a map or a letter with a secret, people who fought, people on the verge of forming an alliance, a tree yearning to be closer to the sun, an opossum with fruit in its hands, a newly built house, a ceremonial center — all remain, having lost their solid state to become magma that moves forward, increasing in power.

I enjoy playing with the different states of matter in my mind, and when I hear people wishing for things to “flow”, I imagine Xitle, showing how to make something flow with ferocity and efficiency. Unfortunately, nothing in my life flows effortlessly, seamlessly, or without difficulty. When things don’t pose a challenge, I feel a distinctive disinterest. I prefer the fun; I realize, then, that the balance of everything allows for matter to exist in all states — to flow but also to be solid, to be dispersed like gas.

We are capricious in asking for things to be challenging but not too difficult, a challenge that will allow us to feel proud once we’ve overcome it, yet not so overwhelming as to mire us in tragedy. Thinking of solid states as problems: when things can’t flow, I imagine the simplest of solid states — ice — that yields under heat and returns to its liquid state. When one acts in ways that align with social norms, empathy is generated; the warmth of human connection can break down barriers that seemed impenetrable.

Then we observe a series of behavioral norms we have agreed upon, which we call moral or ethical. When we follow them, we generate enough energy to dissolve many existing problems. These codes of conduct have been examined, analyzed, and redefined by philosophers and thinkers, who debate what is the right thing to do according to the issue, doubt, or challenge at hand. Many of these topics are so complex they are unintelligible at first glance, but if one perseveres, secrets for good living are uncovered, as in Dialogues of Plato. Others are simply beautiful, like The Way to Happiness by L. Ronald Hubbard, which contains concrete principles.

When one finally manages to unravel a problem, the feeling is beautiful — a silent victory that makes you smile intermittently, giving you a tacit title as a conqueror of what once stole your sleep and seemed close to defeating you. That is why, when we complete a task that was arduous but from which we emerged victorious, we understand the hidden treasure at the end of problems. Thus, we collect small victories that remind us of the ability we have demonstrated over time: problems that were once solid now flow in the riverbed that is our life.

Going a little further, I think of procrastination as a state of dispersion; that is, gaseous. Sometimes there are no visible problems to confront, so we go about doing without doing, walking without reaching any destination, deciding something only to change our minds minutes later, feeling affection for someone and then quickly disliking them intensely, embracing new goals only to abandon them soon after because they weren’t quite enough or didn’t align with what we had envisioned. I think of dispersion as a fog that prevents you from seeing the peak of the mountain. Even so, you know it’s there, and you want to reach it, but you’re not sure which way to go.

I admire ancient navigators because they used the stars as their guide, setting a point of stability so high that it was impossible to lose sight of it in the open sea. They knew where to go, no matter how fierce the sea might become. When I feel scattered, I wonder if my goal is large enough to guide me no matter what, and I then rethink my path so I won’t veer off course.

In recent months, I’ve learned what must keep flowing like the energy of an engine, and, on the other hand, to respect what I can’t control — to see what things are in a gaseous state, dispersed, and what can remain as a solid barrier, so I can be a good player in the game of life. I believe life inherently possesses the magic of diversity — a good meal, a good movie, a satisfying day’s work, a well-spent vacation, an adventure worth recounting. Life has it all, like Mexican food, where removing even one ingredient breaks the magic of flavors waiting to transport you. Thus, after study, reflection, and help, I have concluded that I want my life with everything.


Sara Batalla nació en la ciudad de México en 1989, y sus primeras historias surgieron del insomnio que padecía. Después de estar cerca de la muerte y posteriormente ganar un concurso de novela, decide que quería dedicarse a escribir y vivir de ello.

Sara Batalla was born in Mexico City in 1989, and her first stories arose from the insomnia she suffered. After coming close to death and subsequently winning a novel contest, she decided that she wanted to dedicate herself to writing and make a living from it.


Este artículo es presentado por El Vuelo Informativo, una asociación entre Alcon Media, LLC y Tumbleweird, SPC.

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