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En la noche las enfermedades se recrudecen, los males aprietan el cuerpo, el pecho se agita, el aire falta. Los huesos duelen, los músculos se acalambran, se engarrotan. En la noche, los dolores se intensifican, más los del alma, los dolores que hablan de ausencias, de arrebatos, de culpas y arrepentimientos. En la noche uno se acurruca bajo la luz de la luna mientras sufre sus penas y vive sus miedos.  

Todos se fueron en la noche. Mi mamá, Macarena, Francisca, Elena y Jacinto. Si hay que irse dejando una estela de luz debe ser en la noche. Si hay que irse por todo lo alto dejando un amanecer tembloroso y frío debe ser en la noche. Es un buen momento para que empiecen a rezar por ti. Alcanza para unos tres rosarios completitos, con intervalos de varias rondas de café con muchas lágrimas, que será con lo que lo endulzarás las siguientes horas. En la noche te mantienes despierto porque sería una falta de respeto dormirte mientras velas al muertito. En la noche cuando llega la carroza por el difunto, los infantes salen espantados a resguardarse en las faldas de su madre. En la noche acompañas el dolor con pan dulce. En la noche maldices al destino con más entusiasmo. ¿Por qué te fuiste? ¡Llévame a mí!; las primeras veces logras entender las frases, después sólo se escuchan ahogos que intentan ser palabras. 

En la noche uno se acurruca bajo la luz de la luna. Sufre sus penas, vive sus miedos y reza a sus muertos. 

La vida al final huele mal.  

Sostengo muy fuerte la mano de mí mamá. No quiero perderme en estos pasillos que huelen a vida, pecado, pegamento y muerte. 

He escuchado que los robachicos me podrían arrancar de su lado y llevarme a un sitio oscuro a hacerme esas cosas malas. Dicen que abren a los niños como pescado y les sacan sus tripas, su corazón, lo que nos da vida. Y nos dejan huecos. Así que la aprieto y camino atrás de ella, sobre sus pasos. Mientras sorteamos a las personas que empujan en todas direcciones, en los angostos pasillos. Sólo veo su falda y olfateo en qué pasillo estamos. Entramos por pescadería. Huele a mar. Mar sin vida. Mar triste. Con ojos vidriosos que sobresalen en filas mirando a las personas con escamas de colores: grises, azules, moradas. Sobre grandes bloques de hielo que gotean y dejan los pasillos resbaladizos. También al final de esos pasillos huele a descompuesto. La vida al final huele mal, y te deja los ojos vidriosos mirando al vacío. ¿Así quedarán los niños cuando los robachicos les roban lo que les da vida? Me da miedo pensarlo. 

Después sin soltar a mi mamá caminando en zigzag pasamos por la zona de la comida. La zona muerta se convirtió en una faena de sabores. 

—Pásale güerita. Lleve su cóctel. Sólo pescado fresco— llegan los gritos por todos lados del pasillo. 

Las personas sentadas en las barras del área de comida se ven realmente felices comiendo su coctel a cucharadas con su coca-cola envasada en vidrio. Se remangan las camisas, la panza 

se les infla con el gas del refresco. Truenan las galletas saladas que acompañan la comida, desmoronándose y cayéndoles por toda la ropa. 

—Pásale güerita, tenemos lugar. ¿De qué le servimos?— pero mi mamá apura el paso. 

Ahora entramos a otro pasillo. Reconozco dónde estamos. Huele a thinner, a pegamento, a cuero y plástico. He venido con mi mamá a dejar zapatos. Cuando se le rompe el tacón de su zapatilla. Cuando se abre la suela de mi zapato, en la escuela. Hace unas semanas me mojé la calceta porque se le hizo un hoyo. Mi mamá lo trajo y quedó como nuevo. Brillaban más que cuando los estrené. Pero seguimos adelante. Ya casi llegamos. Nuevamente el olor nos abre paso. Huele a plantas y a lociones. Mi abuela dice que también ha pecado. Pero yo no sé de pecado. Los niños no pecamos. Sé que nacemos con él, y que por eso nos bautizan, para sacar el pecado original. Con el que todos nacemos, y seguiremos naciendo, hasta que el Sol explote, como lo explicaba la maestra hace unos días. Explotará y ya no estaremos. No seremos nada, sólo lo que fuimos: Hijos del pecado. Al final oleremos mal, mirando con ojos vidriosos, inertes, al vacío. 

En este pasillo no hay mucha gente. Incluso los que llegan no se estacionan mucho en el local que visitan. Sacan su papelito arrugado y lo entregan esperando que de regreso, en la bolsa de plástico con plantas, velas, lociones, brebajes, les llegue el alivio. Que el señor las quiera. Que puedan dormir. Que tengan dinero. Que se vaya la enfermedad –sobre todo-. Que se les quite el miedo, el espanto, el susto. Eso sucede aquí. Donde asegura mi abuela, que Dios desde arriba mira desaprobando que te pasen el huevo y te rameen diciendo un Padre Nuestro que estás en los cielos. Hace unos meses me trajeron porque una señora le aseguró a mi mamá que mis crisis de asma son tan seguidas porque yo traigo un susto dentro. Y mi mamá y mi abuela que ya no saben qué darme para que pueda respirar me bañaron con hojas de Albahaca y Ruda con un preparado especial que la hermanita le dio a mi mamá, frotándome por todo el cuerpo. Después me dieron de beber manteca de lagarto. Dicen que es milagrosísima. Antes de eso me dieron algo llamado la lengua de chucho. Todo me sabe horrible. Aunque me lo disfracen con chocomilk. 

—Si vomitas te lo vuelvo a dar— me dicen. 

Es en estos pasillos donde tienen un altar de una calaca con velas y flores. Lo cual por supuesto es pecado. Me lo cuenta mi abuela mientras hace el rosario de las tres de la tarde. Hacer que las personas te quieran a la fuerza es pecado. Pedir que a alguien le vaya mal es pecadisimo. Aún así prepara mi baño y me deja sentada en una silla mientras los olores se concentran y el espejo se empaña. Entonces a jicarazos piden por mi salud y que si tengo un susto dentro, ojala se vaya pronto. Me pregunto en que parte del cuerpo está el susto. Ojalá no esté en mi cabeza, ya vienen los exámenes. Historia es mi materia favorita. Debo aprender la vida y costumbres de los aztecas. Que una vez establecidos escogieron como primer rey a Acamapichtli y se comprometieron a pagar tributo a los tepanecas de Azcapotzalco. Ojalá se vaya el susto. Ojalá no esté en mi cabeza. Ojalá no todo en la vida sea pecado. Ojalá a mi mamá la quieran. Ojalá. 


English translation:

At night, illnesses worsen, ailments tighten the body, the chest heaves, and the air becomes scarce. Bones ache, muscles cramp, they stiffen. At night, pain intensifies, especially the pain of the soul, the pain that speaks of absence, of loss, guilt, and regret. At night, one curls up under the moonlight while suffering their sorrows and living their fears.

Everyone left at night. My mother, Macarena, Francisca, Elena, and Jacinto. If one must leave, leaving a trail of light, it must be at night. If one must go with grandeur, leaving behind a trembling, cold dawn, it must be at night. It’s a good time for them to start praying for you. It’s enough time for about three full rosaries, with intervals of several rounds of coffee, sweetened by the tears you’ll shed over the next few hours. At night, you stay awake because it would be disrespectful to sleep while watching over the dead. At night, when the hearse arrives for the deceased, the children flee in fear, taking refuge in their mother’s skirts. At night, you accompany grief with sweet bread. At night, you curse fate with more enthusiasm. Why did you leave? Take me with you! At first, you can understand the words, but later, all that’s heard are gasps trying to form words.

At night, one curls up under the moonlight, suffering their sorrows, living their fears, and praying for their dead.

Life smells bad at the end.

I hold my mother’s hand tightly. I don’t want to get lost in these hallways that smell of life, sin, glue, and death.

I’ve heard that kidnappers could snatch me from her side and take me to a dark place to do terrible things to me. They say they open up children like fish, taking out their guts, their hearts, what gives us life. And they leave us hollow. So I squeeze my mother’s hand and walk behind her, following in her footsteps. We weave through people pushing in all directions in the narrow hallways. I can only see her skirt and smell where we are. We entered through the fish market. It smells like the sea. A lifeless sea. A sad sea. With glassy eyes that stick out in rows, staring at people with their colorful scales: gray, blue, purple. They lie on large blocks of ice that drip, leaving the floors slippery. At the end of these halls, there is also a smell of decay. Life smells bad at the end, and it leaves you with glassy eyes staring into the void. Is that what happens to children when kidnappers steal what gives them life? I’m afraid to think about it.

After zigzagging through the halls without letting go of my mother’s hand, we pass the food area. The dead zone turned into a feast of flavors.

“Come in, blondie! Get your cocktail! Only fresh fish!” Voices shout from all directions in the hallway.

The people sitting at the counters in the food area look truly happy eating their seafood cocktails by the spoonful, washing it down with Coca-Cola in glass bottles. They roll up their sleeves, their bellies swelling with the soda’s gas. They crunch salty crackers that crumble and fall all over their clothes.

“Come in, blondie, we’ve got a spot! What can we serve you?” But my mother hurries along.

Now we enter another hallway. I recognize where we are. It smells like thinner, glue, leather, and plastic. I’ve come with my mother before to drop off shoes, when the heel of her shoe breaks, when the sole of my school shoe splits open. A few weeks ago, my sock got wet because it had a hole. My mother brought it here, and it was as good as new. They shone brighter than when I first wore them. But we keep moving forward. We’re almost there. Once again, the smell guides us. It smells like plants and lotions. My grandmother says it also smells like sin. But I don’t know about sin. Children don’t sin. I know we’re born with it, and that’s why we’re baptized, to get rid of original sin. The one we’re all born with and will continue to be born with until the sun explodes, as my teacher explained a few days ago. It will explode, and we will no longer be. We will be nothing, just what we were: children of sin. In the end, we will smell bad, staring with glassy, lifeless eyes into the void.

There aren’t many people in this hallway. Even those who come here don’t stay long in the shops they visit. They hand over their crumpled papers and expect, in return, a plastic bag filled with plants, candles, lotions, and brews to bring them relief. May the Lord will it. May they sleep well. May they have money. May the illness — above all — go away. May the fear, the fright, the scare, be gone. That’s what happens here. Where, according to my grandmother, God watches from above, disapproving of you being cleansed with an egg while reciting the Our Father. A few months ago, they brought me here because a lady assured my mother that my frequent asthma attacks were caused by a fright within me. And since my mother and grandmother didn’t know what else to give me to help me breathe, they bathed me with basil and rue leaves, with a special mixture the ‘hermanita’ gave to my mother, rubbing it all over my body. Then they gave me crocodile fat to drink. They say it’s miraculous. Before that, they gave me something called dog’s tongue. Everything tastes horrible, even when they disguise it with chocolate milk.

“If you vomit, we’ll give it to you again,” they say.

It’s in these hallways where there is an altar of a skeleton with candles and flowers. Of course, this is a sin, my grandmother tells me while she prays the three o’clock rosary. Making people love you by force is a sin. Wishing harm upon someone is a great sin. Even so, my grandmother prepares my bath and leaves me sitting in a chair while the smells concentrate and the mirror fogs up. Then, with handfuls of water, they pray for my health and hope that if I have a fright inside me, it will leave soon. I wonder where in my body the fright is. I hope it’s not in my head; exams are coming up. History is my favorite subject. I must learn about the lives and customs of the Aztecs. Once established, they chose their first king, Acamapichtli, and committed to paying tribute to the Tepanecs of Azcapotzalco. I hope the fright goes away. I hope it’s not in my head. I hope not everything in life is a sin. I hope my mother is loved. I hope.


Sara Audirac estudió la carrera de administración de empresas en el Tecnológico de Veracruz. En el año 2017, co-fundó el “Blog Historias de cronopios y mamás” donde escriben sobre maternidad, literatura y caos. En el año 2022 publicó su primera novela Reza a tus Muertos con la Editorial independiente Inspira Profunda. En diciembre del mismo año obtuvo el primer lugar en el Primer Concurso Internacional de Narrativa Cambió Climático convocado por la Sede Villahermosa con el cuento “La Tierra que fuimos”. En el año 2023, participó en el taller impartido por las poetas Ana Jimena Sánchez y Gabriela Rosas, titulado Horizontes Poéticos, dando como resultado un libro digital de distribución gratuita titulado Cada Cuerpo Canta, proyecto que sumó e inspiró para publicar CONTRAFORMA, el cual es su primer libro de poesía.

Instagram: @‌Cinema.audirac

Sara Audirac studied business administration at the Veracruz Institute of Technology. In 2017, she co-founded the blog “Stories of Cronopios and Moms” where they write about motherhood, literature, and chaos. In 2022, she published her first novel Reza a Tus Muertos with the independent publishing house Inspira Profunda. In December of the same year, she won first place in the First International Climate Change Narrative Contest convened by the Villahermosa Campus with the story “La Tierra que fuimos.” In 2023, she participated in the workshop taught by poets Ana Jimena Sánchez and Gabriela Rosas called Horizontes Poéticos, resulting in a free digital book entitled Cada Cuerpo Canta, a project that inspired her to publish CONTRAFORMA, her first book of poetry.

Instagram: @‌Cinema.audirac


Este artículo es presentado por El Vuelo Informativo, una asociación entre Alcon Media, LLC y Tumbleweird, SPC.

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