Willi Heidelbach / CC BY 2.5

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Según supe más tarde, mi abuelo, el padre de mi madre, a quien yo cariñosamente llamaba “Tata”, había suplido nuestras necesidades básicas. Tata demostraba mucho cariño, siempre tenía una palabra optimista para mi madre y una sonrisa para nosotros, los nietos, sin contar las bolsas con comida, pollo, queso, verduras y más que nos llevaba. Creo que yo tenía la seguridad de que era el nieto preferido de mi Tata. Me llevaba con él siempre que podía a visitar a sus amigos u otros miembros de la familia o simplemente a caminar y conversar. Me contaba detalles de su vida que a mí me fascinaban, reía mucho con él porque sus detalles eran anécdotas de cuando era joven y también de cuando era adulto, muy divertido. Tata era bajo, no medía más que un metro y medio, pasado de peso y calvo. En cierta ocasión, Tata llegó con unas copas de más a su casa, era tarde y no podía encontrar la llave para abrir el cerrojo de la puerta. Decidió subir los tres peldaños frente a la puerta, golpeó y esperó; seguramente mi abuela dormía. Como nadie atendía, Tata comenzó a golpear fuertemente la puerta hasta que mi abuela despertó, pero sin tener seguridad de lo que acontecía. Mi abuela pensó que era un ladrón intentando entrar a la casa y, para sorprenderlo y deshacerse de él, liberó el cerrojo de la puerta empujándola con fuerza, lanzando a Tata a dos metros de distancia. Acto seguido, mi abuela llamó a la policía, que se llevó a Tata detenido, pero dormido debido a su borrachera. Al día siguiente no se hablaron, cada uno enojado con el otro, y con motivos.

Tata intentaba explicarme cosas de adultos, como responsabilidad, cariño de familia, trabajo, juntar dinero, hijos, en fin, siempre me decía que no todo lo malo dura mucho tiempo y que tenemos que aprender de la vida, así como aprender a ser pacientes y comprensivos con las situaciones, saber entender y saber perdonar. No me hacía sentido; yo no estaba enojado con nadie, ni mucho menos tendría que perdonar a alguien, nadie me había hecho nada malo. Tata me miraba con mucha tristeza y lo vi llorar. No recuerdo haberle preguntado alguna cosa, pero me respondió diciendo que mucha gente me quería y que tendría que ser fuerte, pero que habría tiempo para que yo aprendiera.

Tata había trabajado por muchos años en litografía para un importante periódico, me explicaba lo que él hacía diariamente; mezclas de huevo con limón para hacer las placas en plomo o algún material parecido. Creo que esta mezcla se usaba como ácido para preparar los negativos que imprimirían las páginas del periódico. También, Tata podía leer al revés; decía que lo había aprendido montando los “tipos” o letras en moldes de madera para ser impresos. Se acomodaban de izquierda a derecha y de abajo hacia arriba, un verdadero negativo que no se podía leer ni entender a simple vista, pero cuando se entintaba y se hacía presión contra el papel, este transfería en toda su magnitud el trabajo y esfuerzo de Tata con frases fáciles de leer. Recuerdo haberle pedido a Tata que me enseñase su oficio, su profesión, porque yo quería ser como él; quería ganarme la vida leyendo al revés, mostrándole a todos que no cualquier persona podía hacerlo. Mi abuelo era mi gran orgullo. Tata se disgustó y enojó mucho conmigo, me pidió que jamás repitiera lo que recién había dicho; yo no sería un empleado de nadie respirando ácidos dañinos, trabajando de noche y siendo humillado por un don nadie. – “Serás un abogado, harás sentir a tu madre y a todos nosotros orgullosos de ti, de tus esfuerzos, y tendrás tus propios empleados a quienes mandar,” dijo Tata con mucha convicción. Me miró con alegría, como satisfecho de que yo lo haría. Fue como una sentencia o sellando un pacto con alguien, tal vez con Dios. “Así será,” dijo, tomándome la mano, y nos fuimos caminando de vuelta a casa.

Tata jamás me mencionó el nombre de mi padre ni hizo algún comentario acerca de él en esa época, ni para bien ni para mal, pero yo sabía que hablaban de él, nunca frente a mí o por lo menos sabiendo que yo estuviese cerca. Más que comentarios, yo solo oía su nombre y, por consecuencia, sabía que hablaban de papá. El tiempo se encargó de guardar muchas historias, algunas divertidas y otras no tanto, de la profunda amistad que existió entre dos amigos. Tata y papá fueron muy buenos amigos, dicen que con más fuertes lazos que suegro y yerno, pero ya no se visitaban ni se hablaban, creía yo.

Tata no apareció una mañana, mamá dijo que mi Tata había ido a ver al doctor porque no se sentía muy bien, pero que ya volvería. Pasó el día y la tarde y llovió toda la noche, y pasaron más días. Las mañanas y las tardes se veían tristes, quizá porque ya era otoño y Tata aún no volvía.

Una semana después, mamá me preguntó si yo querría visitar a Tata en el hospital. – “Claro que sí,” respondí exaltado. Salimos inmediatamente, ya que el hospital quedaba a tan solo una cuadra de nuestra casa. No se me ocurrió preguntar el porqué, qué estaba haciendo Tata en ese frío lugar, no supe responderme y lo dejé así; las respuestas vendrían más tarde. Lo encontré en una sala enorme donde había muchos hombres, de todas las edades. Unos dormían, otros leían, y muchos parecían inertes, blancos como las paredes de ese gigantesco cuarto. Tata me esperaba con caramelos y galletas y también con una gran sonrisa. Me tomó en sus brazos y me cobijó por largo tiempo, ese abrazo con olor especial y calor único. Sentí el cariño entrar en mi sangre y mi cuerpo dándome toda su energía. Yo estaba y era muy feliz en ese momento, no quería que Tata dijese palabra alguna, no quería que alguien quebrase ese mágico momento, me daba cuenta de cuánto nos queríamos. Momentos más tarde, y rompiendo mamá esa magia, dijo que tendríamos que retirarnos para dejar descansar a Tata. Sin pronunciar palabra alguna, Tata me miró fijamente con sus pequeños ojos húmedos y amarillentos, regalándome los caramelos y galletas envueltos con su sonrisa. Le besé su mejilla helada. – “Tata, volveremos mañana,” le aseguré.

Exactamente una semana después, Tata, mi Tata, mi abuelo, se marchó, no como papá; Tata se había ido para los cielos, lo había atacado un cáncer fulminante, nada se pudo hacer. Tata insistió con los doctores que lo mandaran a casa después de la frustrada cirugía para morir tranquilamente. Lo sepultaron un día soleado, recuerdo haberme sentado frente al portón, esperando a mamá. Llegaron todos vestidos de negro, hombres y mujeres. Mis tías lloraban y los hombres se abrazaban. No había niños, ni siquiera mis hermanos estaban alrededor. Mamá me empujó suavemente por mi hombro, agachándose como si su cuerpo hubiese pesado mucho. Lentamente, se veía triste, dulcemente triste, ya había llorado mucho, nuevamente había sufrido. Me contó algunos detalles de dónde Tata vivía ahora y que podríamos ir a visitarlo cuando quisiéramos.

No dije nada, no tenía preguntas ni comentarios, creo que lo había entendido todo sin reacción. Pensé en llorar, no pude hacerlo, me sentía vacío, y lo estaba. “Mamá,” dije, llamando su atención y haciendo la única pregunta que vino a mi mente – “¿Podré abrazar a Tata?” – “No,” fue su respuesta, corta y precisa, firme y llena de emoción. Nunca fui al cementerio a visitarlo. Lo recuerdo constantemente y jamás he podido olvidar su rostro, su aroma tan especial, sus manos tomándome las mías, su cariño único. Sí, me quiso mucho y yo también a él. Lo he extrañado toda mi vida, lo sigo extrañando y lo extrañaré hasta el día que nos encontremos nuevamente en algún lugar.


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Aug My Grandpa Tata
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Narrated by Matt Davies Voiceover

English translation:

As I learned later in life, my grandfather, my mother’s father, whom I affectionately called “Tata,” had provided for our basic needs. Tata showed a lot of affection; he always had an optimistic word for my mother and a smile for us, the grandchildren, not to mention the bags of food, chicken, cheese, vegetables, and more that he brought us. I was sure that I was my Tata’s favorite grandchild. He took me with him whenever he could to visit his friends or other family members or simply to walk and talk. He told me details of his life that fascinated me. I laughed a lot with him because of his anecdotes from when he was young, and also from when he was an adult — very funny. 

Tata was short, no more than five feet tall, overweight, and bald. On one occasion, Tata came home with a few too many drinks. It was late, and he couldn’t find the key to unlock the door. He decided to climb the three steps in front of the door. Then he knocked, and waited; surely my grandmother was sleeping. Since no one answered, Tata began to bang loudly on the door until my grandmother woke up, but without knowing what was happening. My grandmother thought it was a thief trying to enter the house and, to surprise and get rid of him, she unlocked the door and pushed it hard, throwing Tata two meters away. Then my grandmother called the police, who took Tata into custody, but he was asleep due to his drunkenness. The next day they did not speak to each other, each angry with the other, and with good reason.

Tata tried to explain adult things to me, such as responsibility, family affection, work, saving money, children, and so on. He always told me that not everything bad lasts a long time and that we have to learn from life, as well as learn to be patient and understanding of situations, know how to understand and know how to forgive. It didn’t make sense to me; I wasn’t angry with anyone, much less did I have to forgive anyone, no one had done anything wrong to me. Tata looked at me with great sadness, and I saw him cry. I don’t remember asking him anything, but he responded by saying that many people loved me and that I would have to be strong but that there would be time for me to learn.

Tata had worked for many years in lithography for an important newspaper. He explained to me what he did daily; mixtures of egg with lemon to make the plates in lead or some similar material. I think this mixture was used as acid to prepare the negatives that would print the pages of the newspaper. Tata could also read backward; he said he had learned it by assembling the “types” — or letters in wooden molds — to be printed. They were arranged from left to right and from bottom to top, a true negative that could not be read or understood with the naked eye, but when inked and pressed against the paper, it transferred Tata’s work and effort in all its magnitude with easy-to-read phrases. I remember asking Tata to teach me his trade, his profession, because I wanted to be like him; I wanted to make a living reading backward, showing everyone that not just anyone could do it. My grandfather was my great pride. 

Tata was very upset and angry with me; he asked me never to repeat what I had just said. I would not be an employee of anyone, breathing harmful acids, working at night, and being humiliated by a nobody. “You will be a lawyer; you will make your mother and all of us proud of you, of your efforts, and you will have your own employees to command,” Tata said with great conviction. He looked at me with joy, as if satisfied that I would do it. It was like passing a sentence, or sealing a pact with someone, perhaps with God. “So it will be,” he said, taking my hand, and we walked back home.

Tata never mentioned my father’s name or made any comment about him at that time, neither good nor bad, but I knew that they talked about him, never in front of me, or at least not when they knew that I was around. More than comments, I only heard his name and, consequently, knew that they were talking about Dad. Time took care to keep many stories, some funny and others not so much, of the deep friendship that had existed between two friends. Tata and Dad had been very good friends, they say with stronger ties than father-in-law and son-in-law, but they no longer visited or spoke to each other, I thought.

Tata did not appear one morning. Mom said that my Tata had gone to see the doctor because he was not feeling very well, but that he would be back soon. The day and evening passed, it rained all night, and more days passed. The mornings and afternoons looked sad, maybe because it was already autumn and Tata still hadn’t returned.

A week later, Mom asked me if I wanted to visit Tata in the hospital. “Of course,” I replied excitedly. We left immediately since the hospital was just a block away from our house. It didn’t occur to me to ask why Tata was in that cold place; I didn’t know how to respond to myself, so I let it be. The answers would come later. I found him in a huge room where there were many men of all ages. Some slept, others read, and many seemed inert, white as the walls of that gigantic room. 

Tata was waiting for me with candies and cookies and also with a big smile. He took me in his arms and held me for a long time, that hug with a special smell and unique warmth. I felt the affection enter my blood and body, giving me all his energy. I was very happy at that moment. I didn’t want Tata to say a word, I didn’t want anyone to break that magical moment. I realized how much we loved each other. Moments later, and breaking that magic, Mom said we would have to leave to let Tata rest. Without saying a word, Tata looked at me with his small, moist, and yellowish eyes, giving me the candies and cookies wrapped with his smile. I kissed his cold cheek. “Tata, we’ll come back tomorrow,” I assured him.

Exactly a week later, Tata, my Tata, my grandfather, left us. Not like Dad; Tata had gone to heaven, he had been struck by a fulminant cancer, nothing could be done. Tata insisted with the doctors to send him home after the failed surgery to die peacefully. They buried him on a sunny day. I remember sitting in front of the gate, waiting for Mom. Everyone arrived dressed in black, men and women. My aunts cried, and the men hugged each other. There were no children, not even my siblings were around. Mom gently pushed me by my shoulder, bending down as if her body was very heavy. Slowly. She looked sad, sweetly sad; she had already cried a lot, and again she had suffered. She told me some details about where Tata was going to be now, and that we could go visit him whenever we wanted.

I said nothing. I had no questions or comments. I think I understood everything without reaction. I thought about crying, but I couldn’t do it; I felt empty, and I was. “Mom,” I said, calling her attention and asking the only question that came to my mind: “Can I hug Tata?”  “No,” was her short and precise, firm and emotion-filled response. 

I never went to the cemetery to visit him. I remember him constantly and have never been able to forget his face, his special aroma, his hands holding mine, his unique affection. Yes, he loved me very much, and I loved him, too. I have missed him all my life. I still miss him, and I will miss him until the day we meet again somewhere.


Alex es un Chileno lleno de historias nostálgicas, Brasileiro de coração, Français avant le bateau, americano con amor por toda la América. Pueden encontrar su libro biográfico en Amazon: Desafiando Mis Fantasmas

Alex is a Chilean full of nostalgic stories, a Brazilian de coração, a French avant le bateau, and an American with love for all of America. You can find his biographical book on Amazon: Desafiando Mis Fantasmas


Este artículo es presentado por El Vuelo Informativo, una asociación entre Alcon Media, LLC y Tumbleweird, SPC.

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