Guachimontones / Esteban Tucci / CC BY-SA 3.0

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En el año 2011, en la ciudad de Guadalajara, durante el funeral de un respetado arqueólogo nacido en Estados Unidos en 1937, una larga fila de personas se acercaba por turnos a Arcelia, su viuda, para darle el pésame. Hasta que, finalmente, un hombre alto y obeso, desconocido y situado al final de la fila, llegó hasta ella y le pidió que se apartaran un poco para hablarle discretamente. En medio de su dolor, la mujer, que sollozaba, no se percató de que un grupo de acompañantes del desconocido los rodeaba mientras él le hablaba amablemente sobre el más destacado descubrimiento de su difunto esposo: la emblemática zona arqueológica de Guachimontones; una peculiar estructura piramidal, escalonada y cónica, rodeada de otras construcciones y muchos árboles.

Diez años después, durante la noche, en Guachimontones, el mismo hombre alto y obeso se encontraba en la parte más alta de la estructura, rodeado de varios hombres que sostenían antorchas y lo observaban fijamente mientras él les hablaba enérgicamente, con un lenguaje burdo y agresivo. Proclamaba la divinidad, la gloria, el honor y la herencia del lugar en el que se encontraban, logrando, de manera inspiradora, inflar el pecho de los rudos hombres que lo rodeaban, hacer que apretaran sus antorchas con fuerza e incluso cristalizar la mirada de los más infundidos de valor por las palabras de su soberbio líder.

Días después, entre los árboles que rodeaban el sitio arqueológico, un joven esbelto, veloz, con la ropa rasgada y descalzo, corría temeroso de ser alcanzado por un grupo de hombres armados que lo perseguían desde hacía poco más de un kilómetro. Finalmente, llegó a la base de la pirámide, la rodeó lo más rápido que pudo, pero al llegar al otro extremo, vio a uno de sus perseguidores que ya venía hacia él. Desesperado, subió por los escalones de la pirámide entre plegarias susurrantes y jadeos. Para su sorpresa, al llegar a la cima, se percató de que ninguno de los hombres había subido tras él; ni siquiera le apuntaban con sus armas. Solo permanecieron alrededor de la pirámide, observándolo fijamente durante varios minutos, hasta que una voz distorsionada salió de un radio de comunicación, anunciando la llegada de alguien muy importante.

El ruido del motor de un auto se escuchó a varios metros, pero no había luces en ninguna dirección. Unos pasos que se acercaban finalmente le permitieron divisar al mismo hombre alto y obeso que lideraba al grupo, quien le reclamó su falta de respeto y la profanación de un lugar sagrado. El joven, completamente confundido, le imploró permiso para irse, prometiendo no volver ni hablar sobre lo que había visto. Sin embargo, todos sus ruegos fueron ignorados, y la única respuesta que recibió fue un peculiar cántico entonado por todos los hombres que lo rodeaban.

Luego, uno de los hombres que sostenían las antorchas entregó sus armas al líder y subió a la cima para enfrentarse al joven. Este continuó implorando perdón, pero como respuesta, recibió un golpe en el rostro que lo derribó. Con lágrimas en los ojos, labios temblorosos y rodillas débiles, el joven volvió a pedir misericordia, pero recibió otro golpe aún más fuerte que lo tiró al suelo nuevamente. Esta vez, el joven abandonó por completo su dignidad y se arrodilló frente al hombre, quien lo observaba con desprecio. Sin permitirle articular su última súplica, lo levantó y lo lanzó con fuerza, haciéndolo chocar violentamente contra los escalones de la pirámide. La terrible herida causada lo mató al instante, y el cántico volvió a resonar entre los hombres. Después, el hombre alto y obeso tomó una libreta y anotó un número y una marca debajo de un código que correspondía al hombre que acababa de asesinar al joven prófugo.

Pocos días después, otro joven huía de los mismos hombres en circunstancias similares. Pero esta vez, en lugar de rodear la pirámide del centro arqueológico de Guachimontones, el joven trepó directamente hasta la cima, bañado en sudor, en completo silencio y respirando profundamente. Nuevamente, el líder apareció, fingiendo ofenderse por las acciones del joven, y el cántico resonó una vez más. El mismo asesino de la ocasión anterior se acercó al hombre alto y obeso para entregarle sus armas y subió entusiasmado a la cima.

Pero esta vez no escuchó súplicas ni lágrimas. Encontró a un adversario real, que con gran habilidad esquivó su primer y segundo golpe. Evidentemente sorprendido, el asesino se mostró ansioso por conectar un golpe, pero tras otro intento fallido, recibió una rodillada directa al estómago que lo dejó sin aire por unos segundos. Gritos y silbidos, incongruentes con el cántico, comenzaron a llegar a sus oídos mientras se veía humillado y furioso. Esto desencadenó un nuevo ataque que finalmente le permitió conectar dos golpes al rostro de su rival. Sin embargo, la habilidad y resistencia de este resultaron mayores, y tras recibirlos, lanzó una patada tan fuerte que le fracturó la tibia, provocándole un dolor insoportable.

El joven se quedó estático, regodeándose en el dolor del asesino, percibiendo el olor de la sangre y casi saboreando su sufrimiento, antes de iniciar una violenta ráfaga de golpes contra su cuerpo y rostro. Una sonrisa se dibujó en el rostro del evidente ganador de la pelea… pero también en el del alto y obeso líder.

Al borde del llanto y con evidente miedo, el asesino yacía en el suelo, esperando una orden de su líder que lo salvara. Pero el silencio de este era más aterrador que la mirada frenética de su contrincante, quien, decidido a terminar con todo, agarró fuertemente su cabellera para susurrarle al oído lo que sería la última frase que escucharía en su vida:

—El joven que asesinaste hace unos días… era mi hermano.

Lleno de terror, el asesino pidió clemencia, pero el odio, la frustración y la ira habían desplazado toda la humanidad del hermano de su víctima. De la misma manera que lo habían hecho con él, lo levantó y lo lanzó con fuerza, rompiéndole la espalda y consumando así su venganza.

Sorprendidos por el resultado, los compañeros de la nueva víctima guardaron silencio mientras el líder alto y obeso se acercó a la base de la pirámide para hablarle al nuevo asesino de la misma forma en que lo hacía cada vez que reclutaba a un nuevo miembro para su organización criminal:

—Si rechazas mi oferta, mis hombres te dispararán.

Obligado en parte por la amenaza, pero también convencido por su recién descubierta maldad, el hombre accedió a convertirse en el nuevo jefe de su plaza. Le ordenaron instalarse en un rancho dentro del mismo municipio de Teuchitlán, donde comenzaría a hacer lo mismo que le habían hecho esa noche: reclutar a nuevos integrantes y arrancarles el alma de sus cuerpos.


English translation:

In 2011, in the city of Guadalajara, during the funeral of a respected archaeologist born in the United States in 1937, a long line of people took turns approaching Arcelia, his widow, to offer their condolences. Finally, a tall, obese stranger at the end of the line reached her and asked her to step aside for a private word. Lost in her grief, the sobbing woman didn’t notice the group of men accompanying the stranger surrounding them as he spoke kindly about her late husband’s greatest discovery: the iconic archaeological site of Guachimontones — a peculiar stepped, conical pyramid surrounded by other structures and many trees.

Ten years later, at night in Guachimontones, the same tall, obese man stood atop the pyramid, encircled by torch-bearing men who stared intently as he spoke to them in a crude, aggressive tone. He proclaimed the divinity, glory, honor, and legacy of the sacred site, his inspiring words swelling the chests of the rough men around him, tightening their grips on their torches, and hardening the resolve of even the most timid among them under the spell of their arrogant leader.

Days later, among the trees surrounding the ruins, a slender, barefoot young man in torn clothes sprinted in terror, pursued by armed men for over a kilometer. Reaching the pyramid’s base, he frantically circled it, only to find one of his pursuers cutting him off. Desperate, he scaled the steps, whispering prayers between gasps. To his shock, upon reaching the top, none of the men followed. They didn’t even aim their weapons — just stood silently, watching him for minutes until a distorted voice crackled over a radio, announcing the arrival of someone important.

An engine roared in the distance, yet no headlights appeared. Footsteps approached, revealing the same towering, obese leader, who chastised him for disrespecting holy ground. The confused young man begged for mercy, swearing never to return or speak of what he’d seen. His pleas were ignored; instead, the men began a haunting chant.

One torchbearer handed his weapons to the leader and ascended the pyramid. The youth kept begging, but a punch to the face knocked him down. Trembling, tearful, he pleaded again — only to be struck harder. Finally stripped of dignity, he knelt before the sneering man, who yanked him up and hurled him against the stone steps, killing him instantly. The chant resumed as the obese leader noted a code in a ledger, marking the killer’s deed.

Days later, another young man fled under similar circumstances. This time, he climbed straight to the pyramid’s peak, sweating and silent. The leader emerged, feigning offense, and the chant began anew. The same killer as before handed over his weapons and eagerly climbed up — but found no pleas or tears. His opponent dodged his strikes effortlessly, then kneed him in the gut, leaving him gasping. Taunts and whistles erupted as the humiliated killer landed two punches, but his rival retaliated with a kick that shattered his shin.

The young man relished his enemy’s agony, breathing in the scent of blood before unleashing a brutal flurry of blows. A grin spread across the victor’s face — mirrored by the obese leader.

Terrified, the crippled killer whimpered for help, but the leader’s silence was deafening. The young man grabbed his hair and whispered:

“The boy you killed days ago… was my brother.”

As the killer begged, his opponent — consumed by hatred — lifted and hurled him onto the steps, snapping his spine in revenge.

Stunned, the men watched as their leader approached the new killer, offering his usual recruitment ultimatum: “Refuse, and my men shoot you.”

Partly coerced, partly embracing his newfound darkness, the man accepted his role as the new enforcer. He was sent to a ranch in Teuchitlán, where he’d do unto others as had been done to him: recruit fresh souls… and hollow them out completely.


Julio Balderas es el autor de La Herencia de los Señores de San Roque y Sangre de Chacales. Él es un escritor siempre en busca de la siguiente historia.

Julio Balderas is the author of Inheritance of the Lords of San Roque and Blood of Jackals. He is a writer always looking for the next story.


Este artículo es presentado por El Vuelo Informativo, una asociación entre Alcon Media, LLC y Tumbleweird, SPC.

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