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Duerme que todo al final se olvida.
Rogelia tocó la puerta de hierro hecha por el vecino. (Para quien no lo sepa y lea esto, un herrero es un oficio muy común en los barrios de México. Estos canijos son capaces de herrar, es decir, crear, moldear y cobrar por la creación de sus manos una gran cantidad de puertas, ventanas, rejas, portones y barandales de metal y fierro, entre otras creaciones que hacen nuestras casas identificables.)
Con una moneda en la mano, Rogelia aumentaba la intención de ser atendida, tratando de detener las sombras del lavadero que colgaban sobre el cuerpo encorvado de Lupe Garín. Ella tallaba y tallaba con un desgastado jabón de barra amarillo las manchas de la noche anterior, vaciaba el agua y seguía tallando, obsesionada, casi rompiendo la tela, dejando nada en ese lavadero de cantera, con sus bordes verdes y mohosos por los meses de uso.
Los perros ladran y Lupe se cubre del frío con el rebozo, atado a su melena húmeda por el baño matutino.
—¡Buenos días, Lupe! —gritó mi abuela al abrir la ventana. Casi todas las puertas de las calles de la colonia donde viví tenían una pequeña ventana que se podía abrir con el mínimo esfuerzo, resguardadas por varillas, algunas con figuras, otras solas entre vitrales de colores. —Soy yo, Lupe. Roge, ya te tengo lo del Avon.
Lupe amaba los perfumes. Recuerdo bien su habitación, donde yo robaba cigarrillos mentolados y dejaba mis suspiros entre sus perros y almohadas. Lupe siempre fue una amiga, pero también una dura juez de la deshonestidad. Más de una vez tuve que morderme las palabras, porque siendo honesto, la respetaba a ella y a sus sabrosos guisos.
—Pásate, Roge. —Lupe sacó de su mandil un billete de 500 pesos y una caja de cigarrillos verdes Benson mentolados. Se encendió un cigarro blanco y largo, le dio dos bocanadas y contó un chisme sobre la nieta del tendero…
A veces las vecinas se juntaban afuera de la casa de mi abuela para fumar y observar a los jóvenes que andaban para arriba y para abajo en nuestra calle Zaragoza. Los de abajo subían caminando hacia el jardín; los de arriba bajaban ya acompañados con las novias, a la vuelta, para comer un elote o simplemente darse besos en la oscuridad de algún árbol. Ahí estaba Lupe, riendo con una voz ronca que reflejaba la honesta realidad de alguien que nunca tuvo ataduras, solo amor y resiliencia.
—Son las cinco de la mañana, ¡buenos días, prole y gente fina de Guadalajara! —sonaba en la radio. La luz del día aún no asomaba ni un parpadeo cuando Arturo ya estaba en la ducha. Tosía como queriendo desempolvarse de la noche, y afeitaba su acostumbrada barbilla, en una limpieza aniquilante de cualquier vello facial. Colocaba su uniforme azul, sus botas negras, ajustaba su cinturón y marchaba hacia la puerta de su hogar, rumbo a la comandancia de policía.
Casi nunca me tocó verlo dormir tarde o correr por algún retraso. Su tiempo era casi militar y su templanza difícil de creer. Sirvió tanto en el cuerpo como en su familia de la misma manera. Y cuando se enojaba... era mejor no hacerlo enojar, porque una especie de sangre distinta le fluía por las venas.
Así un día se fue, en su mente solo él sabía qué jugaba y contra quién. Decidió luchar hasta que no pudo más, no su espíritu, pero sí su mortalidad, ese ser tan estorboso como lo es el cuerpo material, biológico y sin tanta importancia.
Dicen las historias que Jesús era María, porque descendió de un barco portugués o algo así. Pero si deduzco, creo que era María por nombramiento católico de algún colegio o internado. Dejó su tierra para emigrar a México y salió de una ciudad para viajar a otra. Cuando yo lo conocí, ya era viejo, pero fuerte y bajo de estatura. Con sus ojos azules y cubiertos de cataratas, nos miraba a mi hermano y a mí con risas y una moneda de cinco pesos en la mano, jugando a las cartas con la radio Gallito tocando música de algún charro mexicano. El sombrero le quedaba bien.
Decían en las charlas de adultos que llegó a vestir de manta, como los indios de la sierra, y que colgó a un montón de canijos en la mentada Guerra Cristera. Que el viejo era bravo, que llegó a golpear a mi abuela, pero ella nunca se dejó. Que a veces lloraba porque lo perseguían los espíritus de los soldados de Carranza, y él gritaba “¡Viva la Virgen de Guadalupe y la de Zapopan también!”
Se fue muy sabio, muy aferrado a su vida, casi cien años, y aún con ganas de defenderse de la flaca y el agujero. Se fue, pero se llevó a dos o tres con él. Por eso lo recuerdo, más que por sus apretones de dedos, los cacahuates en la mesa, la baraja española, o las uvas secándose al sol, acostadas en una arpilla de frutas para convertirse en pasas con el calor. O por su puestecito de frutas en la esquina y esa máquina para cortar caña de azúcar y venderla en bolsitas de cinco pesos con chile, sal y limón.
La muerte es una bella esperanza de que todo, algún día, puede resolverse con una sola respuesta a una sola pregunta: Y yo… ¿Acaso hice las cosas bien?
Recordar a los que se van es dejarles vivir una vez más.
English translation:
Sleep, for in the end, everything is forgotten.
Rogelia knocked on the iron door made by the neighbor. (For those who don’t know and read this, smithing is a very common trade in the neighborhoods of Mexico. These guys are capable of forging, creating, shaping, and charging for the work of their hands — doors, windows, railings, gates, and iron fences, among other creations that make our houses identifiable.)
With a coin in hand, Rogelia increased her intention of being attended to, trying to banish the shadows from the washroom that hung over the hunched body of Lupe Garín. She scrubbed and scrubbed with a worn yellow soap bar, tirelessly working at the stains from the night before, emptying the water, and obsessively scrubbing to the point of almost tearing the fabric, leaving nothing but threads in the stone washbasin, its edges green with moss from the months of neglect.
The dogs barked, and Rogelia wrapped herself tighter in her rebozo, her hair damp from her morning bath.
“Good morning, Lupe,” Rogelia’s grandmother shouted as she opened the small window. Almost all the doors in the streets of the neighborhood where she lived had a tiny window that could be opened with the slightest effort, protected by iron bars. Some had intricate designs; others were simpler, nestled between colored glass. “It’s me, Lupe, Roge. I’ve got your Avon order.”
Lupe loved perfumes. I remember her room well; in it, I used to sneak menthol cigarettes and let out my smoke-filled sighs between her dogs and her pillows. Lupe was always a friend but also a harsh judge of dishonesty. More than once, I had to bite my tongue because, to be honest, I respected her — and her delicious cooking. “Come on in, Roge,” she said. Lupe pulled a 500-peso bill from her apron, along with a pack of green menthol Benson cigarettes. She lit one of those long, white cigarettes, took two deep drags, and then shared some gossip about the grocer’s granddaughter….
Sometimes, the neighbors would gather outside my grandmother’s house to smoke and watch the kids running up and down Zaragoza Street. Those from the lower end would walk up to the park, while those from the upper end would come down, hand in hand with their girlfriends, maybe to eat some corn or simply to steal kisses in the shadows of some tree. There would be Lupe, laughing with her raspy voice that reflected the honest reality of someone who had nothing but love and resilience.
“It’s five in the morning. Good morning, people of Guadalajara!” blared the radio. The light of day hadn’t even hinted at dawn when Arturo was already in the shower, coughing as if trying to shake off the night’s dust. He shaved his usual clean chin with ruthless precision, eradicating any trace of facial hair. He put on his blue uniform and black boots, strapped on his belt, and marched toward the door of his home, off to the police station.
I rarely ever saw him sleep in or rush out. His timing was almost military, and his discipline was incredible. He served both in the force and in his family with the same commitment. When he got angry... it was better not to cross him, because a different kind of blood seemed to flow through his veins.
That’s how he went out: locked in his own thoughts, only he knowing what battles he was fighting and against whom. He decided to fight until he could no longer, not in spirit but in mortal terms — that cumbersome thing we call a body, biological and not so important in the grand scheme of things.
Stories say that Jesús was really María because he descended from a Portuguese ship, or something like that. But if I had to guess, I think it was María as a Catholic namesake from some school or boarding house. He had left his homeland long ago to emigrate to Mexico, moving from one city to another. By the time I met him, he was old and strong, a short man with cataract-clouded blue eyes that gazed at my brother and me with laughter and a five-peso coin in his hand, playing cards while the radio played Gallito music by some Mexican charro. He always wore a distinctive hat that suited him well.
In overheard adult conversations, they said he once wore manta clothing like the Indians of the mountains, and that he hanged a bunch of fools in the Cristero War. They said the old man was brave. They also said that he once hit my grandmother, but she never let him get away with it. Sometimes he cried because the spirits of Carranza’s soldiers haunted him, and he would shout, “Long live the Virgin of Guadalupe!” and “Long live the Virgin of Zapopan, too!”
When he left, he left knowing too much, gripping onto his life of almost 100 years, still wanting to fend off death. He left, but took two or three with him — that’s what I remember most about him, more than for his firm handshakes, the peanuts on the table, the Spanish deck of cards, the raisins drying in the sun on a fruit rack, or even his fruit stand on the corner with that machine for cutting sugar cane and selling it in five-peso bags with chili, salt, and lime.
Death is a beautiful hope that one day everything might be resolved with a single answer to a single question: Did I do alright?
Remembering those who have gone is letting them live once again.
Ulises Navarro es el director de operaciones de Alcon Media, LLC, donde combina su pasión por las operaciones de los medios con su dedicación a la justicia social, el folklore y el periodismo independiente. También es el presidente de klaindastino kors. Originario de Guadalajara, México, es un filósofo y escritor autodidacta que emigró a los Estados Unidos a la edad de 21 años, trabajando inicialmente como agricultor en los campos de Washington y Oregón. Fue allí donde nació su deseo de lucha social por los derechos de los migrantes. Ulises recibió el premio BFT del Salón de la Fama del Transporte Público por su informe “Sobre la inclusión en el transporte público”. Ahora trabaja en muchos proyectos informativos y educativos, incluido El Centro de la Dignidad.
Ulises Navarro is the Chief Operating Officer of Alcon Media, LLC, where he combines his passion for media operations with his dedication to social justice, folklore, and independent journalism. He is also the president of klaindastino kors. Originally from Guadalajara, Mexico, he is a self-taught philosopher and writer who migrated to the United States at the age of 21, working initially as a farmer in the fields of Washington and Oregon. It was there where his desire for social struggle for the rights of migrants was born. Ulises received the BFT Public Transportation Hall of Fame Award for his reporting “On Inclusion in Public Transportation”. He now works on many informational and educational projects, including El Centro de la Dignidad.
Este artículo es presentado por El Vuelo Informativo, una asociación entre Alcon Media, LLC y Tumbleweird, SPC.
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