¿Qué escondía Fátima en sus entrañas? / What lay hidden in Fátima’s depths?

Photo by Ron Lach

(Una cuenta de Eclosión / An Emergence story)

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La mujer que me había llevado hasta ahí se levantó para sacar del refrigerador bolas de carne y, a prisa, comenzó a darles forma. Prendió el fuego y, mientras cubría de aceite una superficie de metal, pude tener contacto con una partícula de carne que se metió bajo sus uñas. De inmediato quedé adherido con éxito y, temiendo el peor de los destinos, vi el aceite; sin embargo, la partícula de carne en la que me resguardaba permaneció bajo sus uñas mientras ella ponía a freír seis porciones.

Al tiempo que se encargaba de la estufa, lavaba jitomates y cebollas y los picaba en rodajas. Sacaba del refri lechuga y, de un estante, panes que dividía a la mitad y embadurnaba con mayonesa y mostaza, para luego poner la carne y agregar queso que comenzaba a derretirse.

Había ya un plato con tres hamburguesas listo sobre una mesa cuadrada de vidrio, adornada con un florero de flores falsas y dispuesta para la cena con manteles individuales y aderezos necesarios: chiles y especias varias.

Mientras continuaba friendo la carne y un poco de tocino, otro sartén se encargaba de las papas. Una vez que estas estuvieron listas, la mujer comenzó a devorar algunas tras soplarles; cada que una se enfriaba, les colocaba un poco de queso líquido de una botella. Luego cerraba la botella para continuar sacando la carne y preparando las hamburguesas.

La puerta interrumpió el ritmo de trabajo, y el sonido de metales chocando llamó mi atención. Un olor seductor —así, mi atención fue capturada de inmediato por la voz—. Era Fátima. Pude reconocer la misma manera cadenciosa y decorada de hablar, con una voz aguda y tersa; sonaba educada y sonriente. Era una mujer ruidosa, anunciando su presencia.

—¿Qué te agarré haciendo, madre?
—Ya casi está la cena. Cámbiate y siéntate, por favor.
—¿Estás comiendo en desorden?

De prisa, la mujer tragó los restos de papa que quedaban en su boca y cerró la tapa del bote de queso. Y yo, sin darme cuenta, quedé atrapado en el frasco.

Como hijo del cosmos, no necesito ojos ni oídos; cuento con una conexión especial con cada átomo que existe, así como con el conocimiento que estos puedan aportar. Me basta con comprender los sentidos de aquellos con quienes deseo interactuar, pero esta vez lo olvidé. Así que, cuando quedé atrapado en el bote de queso, me causó desasosiego. Las voces que escuchaba en su conversación eran quedas y apenas lograba entender palabras sueltas. El aroma de la comida y de Fátima era ya inaccesible, y mi ansiedad me daba filosas punzadas. Frustrado por no poder moverme, estancado en el espesor del queso, cerca del colapso, me pregunté asustado: ¿Qué estaba pasando? Al reflexionar, volvieron mis habilidades; sin embargo, durante algunos minutos, sentí miedo. Mi existencia se vio amenazada por la oscuridad y la viscosidad del queso. Con profundo esmero, intenté concentrarme en los recuerdos de la habilidad que necesitaba —un viejo ritual que llevaba a cabo para recuperar mis capacidades, aún si el desuso me las había hecho olvidar—.

¿Quién era yo? O tal vez la pregunta era: ¿Quién había sido? Recordar tres de mis hazañas me devolvía muy despacio los sentidos. Era como ver borroso. Recordé entonces lo que mis ojos habían visto: la profundidad del cosmos y los rostros de aquellos a quienes había tomado por víctimas. Recordé el nacimiento de una estrella, y pude ver a través del frasco y del queso que me aprisionaba.

A la mesa se sentaba un hombre muy delgado. Había estado ahí todo el tiempo, en una habitación al fondo. Elogiaba el olor de la comida y, entusiasmado, iba tomando papas de la charola dispuesta en medio de la mesa.

—Ponte el pijama.
—Solo esperamos a que venga tu hermana para comenzar. Fue a cambiarse.
—¡Fátima! Me estoy muriendo de hambre.

Ataviada con unas pantuflas afelpadas color beige —esponjosas e impecables—, pude verla con claridad. Una bata de seda en tonos verdes, rosas y amarillos cubría su cuerpo hasta las rodillas. Sus piernas estaban suaves, delgadas, un poco desproporcionadas. Entonces, un halo de sentimiento me embargó y sentí un pequeño vuelco. Bajo la bata, un short y una camisa a juego cubrían el resto de sus piernas, que empezaban a engrosarse de menos a más hasta llegar a su abultado vientre, dividido en dos gruesos rollos de carne y grasa. Arriba, sus pechos descansaban dentro de un top deportivo; estos, aun cuando el top estaba apretado, dejaban ver su gran tamaño. Se adornaban con tres pequeñas cadenas de oro: una con dijes variados (incluyendo la primera letra de su nombre), una mariposa con incrustaciones diminutas de diamantes y una cruz.

Sus hombros eran estrechos y redondeados; sus brazos, anchos; y su espalda, un almacén de la grasa que su cuerpo no estaba dispuesto a desechar. Su cabello rizado tenía un aroma que inundaba el ambiente de exquisitas flores. Sus delicados rizos, retenidos por un chongo alto, enmarcaban una frente expresiva y ancha, tersa y perfumada, capaz de cambiar de forma al ritmo de sus humores —arrugandose en el centro o encogiéndose por los lados—, controlando sus cejas delineadas, que funcionaban en equipo para expresar con una delicadeza y prestancia como si hubiera nacido para eso. Las cejas, de color café oscuro, dejaban evidentes varios de los tratamientos a los que se sometían, enmarcando un par de ojos bellos como una estrella naciente. Yo los contemplé unos minutos.


English translation:

The woman who’d brought me there stood up to retrieve meatballs from the fridge and hastily began shaping them. She lit the stove, and as she oiled a metal surface, I made contact with a fleck of meat lodged under her fingernail. Instantly, I adhered successfully and, fearing the worst fate, saw the oil — yet the meat particle shielding me stayed beneath her nails while she fried six portions.

As she tended the stove, she washed tomatoes and onions, slicing them into rings. She pulled lettuce from the fridge and bread from a shelf, splitting the loaves in half and slathering them with mayo and mustard before adding the meat and melting cheese.

A plate with three ready burgers already sat on the square glass table, adorned with a vase of fake flowers and set for dinner with placemats and condiments: chilies and assorted spices.

While the meat and bacon kept frying, another pan handled the potatoes. Once done, the woman began devouring them after blowing on each bite, drizzling liquid cheese from a bottle whenever one cooled. She recapped the bottle to resume plating the burgers.

The door interrupted her rhythm, and the clang of metal seized my attention. A seductive scent — then, instantly, my focus was stolen by the voice. It was Fátima. I recognized that same cadenced, ornate way of speaking, her voice high and smooth; she sounded polite and smiling. A noisy woman, announcing her arrival.

“What’d I catch you doing, Mom?”
“Dinner’s almost ready. Change and sit down, please.”
“Eating out of order, are we?”

Swiftly, the woman swallowed the last bits of potato in her mouth and screwed the cheese bottle shut. And I, unnoticed, was trapped inside.

As a child of the cosmos, I need neither eyes nor ears; I share a bond with every atom in existence, drawing knowledge from them. I need only grasp the senses of those I wish to engage. But this time, I forgot. So when trapped in the cheese bottle, unease gripped me. The voices in their conversation were muffled; I caught only fragments. The aromas of food and Fátima grew inaccessible, and anxiety stabbed at me. Frustrated by immobility, mired in the cheese’s thickness, nearing collapse, I wondered in panic: What’s happening? 

Upon reflection, my abilities returned — yet for minutes, I felt fear. My existence was threatened by the dark, viscous cheese. With desperate focus, I tried recalling the skill I needed — an old ritual to reclaim my powers, even if disuse had erased them.

Who was I? Or perhaps: Who had I been? Remembering three of my deeds slowly restored my senses. It was like seeing through a blur. I recalled what my eyes had witnessed: the cosmos’ depths and the faces of those I’d once taken as victims. I remembered a star’s birth, and then I saw through the jar and the imprisoning cheese.

A gaunt man sat at the table. He’d been there all along, in a back room. He praised the food’s scent and eagerly snatched fries from the tray at the table’s center.

“Put on your pajamas.”
“We’re just waiting for your sister to start. She went to change.”
“Fátima! I’m starving.”

Clad in plush beige slippers — flawless and cloud-like — I saw her clearly now. A silk robe in green, pink, and yellow hues draped to her knees. Her legs were soft, slender, slightly disproportionate. Then an aura of emotion overwhelmed me, and I felt a faint flip in my gut. Beneath the robe, a matching shirt and shorts covered the rest of her legs, which thickened gradually until they met her swollen belly, split into two hefty rolls of flesh and fat. Above, her breasts rested inside a tight sports top; even strained by the fabric, their size was evident. They were adorned with three thin gold chains: one bearing assorted charms (including her name’s initial), a butterfly with tiny diamond inlays, and a cross.

Her shoulders were narrow and rounded; her arms, broad; her back, a warehouse for fat her body refused to shed. Her curly hair carried a scent that flooded the room with floral luxury. Those delicate curls, pinned into a high bun, framed an expressive, wide forehead — smooth and perfumed, morphing with her moods (furrowing at the center or narrowing at the sides), commanding her groomed eyebrows that moved in unison, expressing with a grace and dignity as if born for it. Those dark brown brows, betraying their treatments, encircled eyes as beautiful as a newborn star. I gazed at them for minutes.


Este artículo es presentado por El Vuelo Informativo, una asociación entre Alcon Media, LLC y Tumbleweird, SPC.

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