Opciones de ofrenda del Día de Muertos / Offerings for the Day of the Dead

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Allá, desde el Xibalbá, se anuncia con un silbido largo y agudo la marcha del retorno, que suena como un eco inmerso en el vacío. El Xibalbá, el inframundo maya, abre sus puertas laberínticas para que ánimas, recuerdos muertos, formas etéreas y espíritus atraviesen la húmeda tierra de la selva nocturna que, alegre por su llegada, les ofrece un concierto de jaguares y cigarras para celebrar.

Los que regresan salen a la luz de la luna, purificados por el humo de un sahumerio; tienen una noche para recordar qué era la vida, así, se dejan guiar por la luz de las velas, que ante sus ojos brillan en multitudes desde las mesas de los altares como si fuera un cielo estrellado guiando a los viejos marineros. Ellos contemplan un poco de lo que fueron, de lo que dijeron, de los caminos que construyeron, de los consejos que repartieron y lo que pudo florecer a partir de eso. Luego ven el altar y se acercan, quedos, reflexivos; suave caricia de fantasma, apenas perceptible. Se sienten inertes, saben que no volverán, pueden ver, pero no participar. Contemplan formas y caminos que ya no les tocaron, agradecen los platillos y la fruta y escuchan (sumisos a las reglas de los vivos) cómo es que son recordados, pero no pueden, ni esta ni ninguna otra noche, hacer presencia. La noche de muertos se termina y eso es todo, eso debería bastar. Y quizá para ellos, esta visita corta sea más que suficiente.

Pero a nosotros, los vivos, necios y obstinados, nos rehusamos a enmarcar conclusiones y memorias en una sola historia, y que ésta pueda tener el definitivo punto final. Llenamos con su voz una imaginaria lista de posibilidades, carentes de resignación, entonamos nuestras charlas comenzando con una oración que tristemente inicia con “Si él estuviera aquí…”

Nos duele esa ausencia, a nosotros, los sensibles vivos, nos duele esa y cualquier ausencia que nos haya generado una confusión o una pérdida, que haya desestabilizado alguna parte de nuestra vida, pues, “el final”, con sus muchas formas, pareciera rugir con fuerza y nosotros, agazapados y quejumbrosos, nos negamos a ser los que se queden, nos negamos a ser los que pueden darle forma y sentido al vivir.

¿Qué es el final? La condena, cuando el movimiento se detiene, cuando lo compuesto se descompone, cuando la función cesa y el alma se va, cuando el espacio-tiempo encapsula imágenes y sensaciones que flotan inamovibles, fijos para siempre. La muerte es uno de tantos finales, uno de los que más ha causado dolor, quizá por eso lo hemos definido y explicado, es un tema cubierto de ciencia y religión de forma satisfactoria, cada quien en su rubro, pero poco se explica del que se queda.

Nosotros, los vivos, que esculpimos cada día, dándole forma, comprometidos a que éste sea mejor que el anterior, lentos o presurosos, a veces amargos, a veces dichosos, condenados a jugar cada juego que llegue a nuestras manos, sin tener idea de qué hacer una vez que el final deja un vacío en nuestros haceres y pensares, nos vemos forzados a continuar, aun cuando el alma sangre y las rodillas tiemblen.

Quizá por eso, en México, unas pocas noches al año nos detenemos para apreciar ese fragmento del espacio-tiempo que está ahí, como levitando, como una gota de rocío luego de una noche de lluvia en lo profundo de la selva maya. Nuestros recuerdos están ahí, lejanos, dolorosamente perceptibles en las noches de ofrenda cuando al preparar los platos de su comida favorita recordamos cuánto fue el final y cómo es que se sentía la vida antes de eso. Pero hacerlo nos sienta bien, sentimos el contacto, entendemos, así que cuando termina la noche de muertos, melancólicos pero ahora resignados, esperamos el siguiente año y guardamos las fotos cariñosamente, susurramos palabras de amor y nos permitimos, ahora de mejor ánimo, continuar.

Quizá mañana, ellos, serenos, vuelvan a la selva, despacio, apreciando el rojo sol y los cantos de las aves al amanecer para luego despedirse y volver a esa otra vida secreta sin olvidar nunca el pedazo de existencia compartido.

Nuestra tradición nos ayuda a asimilar ese adiós definitivo de una forma envidiable para el resto del mundo. Por eso me pregunté: ¿Qué más debería de estar en este altar? ¿A qué otros finales debemos ponerles ofrenda? Una que nos deje continuar el resto del año, sabiendo que habrá un día para lamentar y agradecer.

¿Cuántas llamadas de regreso esperas? ¿Cuántas voces que expliquen o que pidan perdón? ¿Cuántos sueños rotos a los que no les has dado cristiana sepultura? ¿Distanciamientos? ¿Épocas oscuras de tu vida? ¿Cuántas veces has evitado decir adiós? ¿Cuántos momentos ya no tiene caso recordar?

Eso necesita estar en nuestro altar, para que podamos agradecerles, lamentar, ofrendar, llorar y al final de la noche, podamos encontrar resignación para que al amanecer, en la selva, ante el rojo sol y el canto de las aves, el pasado también encuentre su camino a Xibalbá.

¿Qué pondré yo en el mío? Ese preciso momento cuando mi tío me lo dijo, o ese con mi madre, con mi viejo amor, con un albañil que me daba consejos de vida al saberme viviendo sola a los 16 años y con el que entablaba largas charlas, o ese con mi exjefe, uno que me causó estrés pero me hizo liderar proyectos de meses y sacarlos adelante, pero del que luego me fui porque se me trataba (a mí y a los otros) de una forma humillante. También uno que otro momento cuando en un afer la vida se ponía insípida, también cuando decidí que no volvería a confiar en la suerte y luego cuando volví a hacerlo, cuando juré no más, cuando dije siempre, cuando me acobardé, cuando renegué, cuando supliqué.

Esos, mis muertos, irán en el altar, tendrán sus ofrendas y podré llorar, rezar, lamentar y agradecer en paz, pues de nada me arrepiento, ya que he sido, he vivido, he conseguido, gracias a esos momentos, también a pesar de ellos. Al término de la noche habré dado punto final con un último suspiro, preludio del amanecer.


English translation:


From the Xibalbá, a long and sharp whistle announces the march of return, echoing through the void. The Xibalbá, the Mayan underworld, opens its labyrinthine doors so that souls, dead memories, ethereal forms, and spirits may cross the humid ground of the nocturnal jungle, which, joyful at their arrival, offers them a concert of jaguars and cicadas to celebrate.

Those who return step into the moonlight, purified by the smoke of a censer; they have one night to remember what life was like, and so they let themselves be guided by the light of the candles, which to their eyes shine in multitudes from the tables of the altars as if they were a starry sky guiding old sailors. They contemplate a bit of what they were, what they said, the paths they built, the advice they shared, and what could have flourished from it. Then they see the altar and approach it, still and reflective; a soft, ghostly caress, barely perceptible. They feel inert, knowing they will not return; they can see but not participate. They observe forms and paths that they no longer touch. They are grateful for the dishes and the fruit, and they listen (submissive to the rules of the living) to how they are remembered, but they cannot — not this night nor on any other — make themselves present. The night of the dead ends, and that is all; that should be enough. And perhaps for them, this brief visit is more than sufficient.

But for us, the living, stubborn and obstinate, we refuse to frame conclusions and memories in a single story, one that could have a definitive ending. We fill an imaginary list with their voices, void of resignation, and begin our conversations with a prayer that sadly starts with: “If he were here…”

That absence hurts us — we sensitive living beings — that absence and any other that has caused us confusion or loss, that has destabilized some part of our lives, because ‘the end’, with its many forms, seems to roar with force; and we, crouched and whining, refuse to be the ones left behind. We refuse to be the ones who can give form and meaning to life.

What is the end? The condemnation, when movement ceases, when what is composed decomposes, when the function stops and the soul departs, when space-time encapsulates images and sensations that float immovable, fixed forever. Death is one of many ends, one that has caused the most pain; perhaps that is why we have defined and explained it, a topic covered by science and religion in a satisfactory manner, each in its own field. But little is said of those left behind.

We, the living, who sculpt each day, giving it form, committed to making it better than the last, slow or hurried, sometimes bitter, sometimes joyful, condemned to play every game that comes into our hands, without knowing what to do once the end leaves a void in our actions and thoughts, are forced to continue, even when the soul bleeds and our knees tremble.

Perhaps that is why, in Mexico, a few nights each year we pause to appreciate that fragment of space-time that is there, as if levitating, like a dewdrop after a night of rain deep in the Mayan jungle. Our memories are there, distant, painfully perceptible on the nights of offerings when, as we prepare plates of their favorite food, we remember just how final the end was and what life felt like before it. But doing this feels good; we feel the contact, and we understand, so when the night of the dead ends, melancholic but now resigned, we wait for the next year, and we put away the photos with care, whisper words of love, and allow ourselves, now in better spirits, to move on.

Perhaps tomorrow, they will serenely return to the jungle, slowly, appreciating the red sun and the songs of the birds at dawn, to then say goodbye and return to that other secret life, never forgetting the piece of existence shared.

Our tradition helps us assimilate that definitive goodbye in a way that is enviable to the rest of the world. That’s why I asked myself: What else should be on this altar? What other ends should we offer? What would constitute an offering that allows us to continue for the rest of the year, knowing that there will be a day to lament and give thanks?

How many calls do you expect to return? How many voices to explain or ask for forgiveness? How many broken dreams that you haven’t laid to rest? Distances? Dark periods of your life? How many times have you avoided saying goodbye? How many moments are no longer worth remembering?

Those need to be on our altar, so that we can thank them, mourn them, offer them, cry over them, and by the end of the night, find the resignation to allow the past to also find its way to Xibalbá as the sun rises, red, and the birds sing in the jungle.

What will I place on mine? That precise moment when my uncle spoke to me, or that one time with my mother, with my old love, with a construction worker who gave me life advice when I was living alone at 16, with whom I had long talks. Or that one with my former boss, who caused me stress but taught me to lead projects and see them through, but from whom I took my leave because we (myself and others) were treated in a humiliating way. Also, one or two moments when life became dull, and when I decided I wouldn’t trust in luck again, and then later when I did, when I swore never again, when I said always, when I cowered when I rebelled when I begged.

Those, my dead, will go on the altar. They will have their offerings, and I will be able to cry, pray, mourn, and give thanks in peace; for I regret nothing — as I have been, I have lived, I have achieved — thanks to those moments, and also despite them. At the end of the night, I will have given a final period with one last sigh, a prelude to the dawn.


Sara Batalla nació en la ciudad de México en 1989, y sus primeras historias surgieron del insomnio que padecía. Después de estar cerca de la muerte y posteriormente ganar un concurso de novela, decide que quería dedicarse a escribir y vivir de ello.

Sara Batalla was born in Mexico City in 1989, and her first stories arose from the insomnia she suffered. After coming close to death and subsequently winning a novel contest, she decided that she wanted to dedicate herself to writing and make a living from it.


Este artículo es presentado por El Vuelo Informativo, una asociación entre Alcon Media, LLC y Tumbleweird, SPC.

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